En balde resultaron los esfuerzos, los países sólo podían atender al conteo, inexacto y por millones, de pacientes que se contagiaban y acudían con dolores de cabeza, sobresaturación de ideas pero sobre todo con la impotencia de no poder expresar con libertad todo aquello que, como una plaga, se había posado en su cabeza, recubriendo todos sus pensamientos. Impotentes visitaban a sus representantes políticos en busca de una explicación. El silencio se había convertido en origen y fin del ser humano.