I


Tengo un perro enamorado de la luna. Cierro las persianas ante los últimos destellos del atardecer, tomo el abrigo mientras el alto reloj de caoba marca las ocho menos cuarto. Cruzo la puerta y lo veo esperándome tranquilo, su mirada triste de perro viejo que ha combatido y respirado y al que sólo le falta despedirse. Salgo a la calle y él me sigue las diecisiete cuadras hasta la frontera, allí donde las constructoras empiezan a especular sobre el valor de los nuevos predios. Los límites del bosque retroceden, y nosotros, perro y hombre, vacilamos porque nos sentimos ajenos. (Él no se queja; apenas ladra cuando mis cavilaciones me obligan a detenerme en medio de la calle). Pero siempre llegamos a tiempo. Es en la quinta colina donde nos sentamos a ver la luna; me recargo silentemente bajo el álamo, prendo una pipa, y él corre durante largo rato, mientras la luna viene y va como un cometa atado a un molino de viento.