Ahí amanece. Las tres de la tarde. El sol en la boca que pide paciente a la salida del sueño la última pinta de jugo de mandarina. No hay culpa. Cristo bajaría de la cruz a celebrar conmigo. La música al otro lado de la pared de cartón no duele en la cabeza. Canto con mi vecino el último éxito en Radio Olé y sigo con los dedos el ritmo contemporáneo que hace sobre los clavos su martillo. Hay niños fuera. Supervivientes del juego de la pelota. En lugar de imaginarme como asesino, si no fuera tan consciente de la perversión, hoy pensaría en reproducirme. Y ya luego morir. O matar. Y el cosquilleo de cerveza en el cuerpo no me devuelve a la posición de feto. Salgo silbando a la calle. ¡Me reproduciría con cualquiera! Lo cual indica que me he librado otra vez de caer enamorado. Pero de dónde sale tanta belleza. O por dónde me entra. El domingo sucede en negativo. El negativo del positivo. En positivo. Me siento en el banco del parque y me doy cuenta que las nubes no tienen forma de nada. Y al volver a casa se me ocurre que ojalá todo fuera como una resaca luminosa. Así. Nada más. Pido por otra.